miércoles, 31 de enero de 2018

A Nacho, mi amigo fiel.

En la foto estoy yo, de unos 10 años o algo así, con mi primer perro llamado Nacho.
Hoy, Nacho cumple 4 años de muerto, así que escribiré sobre él.
Para las personas que nunca tuvieron o han tenido una mascota les puede parecer ridículo dedicarle algo como una entrada en un blog, o el tiempo que me demoro escribiendo, o las neuronas que quemo haciéndolo, a un perro. A esas personas les digo, que nunca han tenido una mascota entonces no saben de lo que hablan.
Toda mi vida quise un perro, todos los años lo pedía en la carta al niño Dios en Navidad (el equivalente al que trae los regalos pero en Colombia) un perro. Mi hermano quería también un perro y era de las cosas que más felices nos hacía: pensar en tener un perro. Tuvimos pericos, canarios, peces, tortugas, pero nada. Queríamos un perro.
Recuerdo mucho cuando mis papás nos iban a contar que iríamos a vivir a España por un tiempo largo, hicieron una salida a comer sorpresa. Yo sospechaba algo extraño (No es por dármelas, sino por trágica nunca espero buenas noticias), mientras mi hermano 3 años mayor que yo, con sus brillantes y gigantes ojos verdes sólo me decía "Vas a ver que nos van a decir que nos van a dar un perrito ¡Nos van a sorprender con un perrito!". Y no, la noticia era que nos íbamos para Salamanca (que resultó siendo la mejor cosa que me ha pasado en la vida, pero eso es otro tema).
Años más tarde, al volver, mis papás decidieron darnos el regalo de un perrito. Me acuerdo de ir a buscarlo, yo de 9 años, y verlo ahí: una bolita blanca, que a duras penas podía bajar las escaleras de la casa donde su mamá lo había parido. Después le dieron mango, y quedó todo manchado. Era tan chiquitín que cabía en la tapa de una caja de zapatos.
El nombre Nacho vino de un consenso en una tarde, después de intentar conciliar los intereses opuestos de un hombre adolescente y una niña preadolescente. Fue lo que mejor sonó.
Y Nacho llegó a la casa. Y era terrible. No era educado, se escapó de la casa una vez, se comía el plástico donde debía hacer sus necesidades, la espuma que rellenaba su cama y una canasta de plátanos que casi hace que se muera atragantado. Cazaba palomas o pajaritos en la terraza de nuestro apartamento e iba a mostrarnos sus trofeos, ante lo cual todos gritábamos mientras entrábamos en pánico en una mezcla de plumas, sangre y pelos blancos. Estuvo amenazado por convivencia infinito, especial al primer año ya que al llegar mi mamá no estaba muy convencida, pero terminó amándolo así como todos. Se dejaba vestir, disfrazar, incluso hubo un momento en que jugamos con mi mejor amiga del colegio a la peluquería con él de cliente, detalles en los cuales no entraré porque va y se me vienen las asociaciones de derechos de animales encima.
Y fue, lo digo de manera honesta, el mejor compañero para el peor momento de mi vida. Cuando mi vida cambió, cuando empecé a dormir, a aislarme en mi cama, a no comer y a no parar de llorar, nunca dejó de estar a mi lado. Es más, se metía entre mis cobijas, a simplemente estar conmigo mientras yo ni me aguantaba. Y cuando en mi dolor y total desespero por el mundo me encerraba en mi cuarto con seguro en la puerta, al abrirla siempre lo encontré ahí a él, al pie, esperándome. No esperaba a que estuviera bien, sólo esperaba para acompañarme. Durante sus últimos dos años lloré abrazada a él infinitas veces. Fue mi mejor paño de lágrimas cuando tanto yo como mi castillo de cristal nos quebramos por tantas razones. Y sé que cuando se murió de manera inesperada, cargaba eso.
Si usted lee esto y pasa por algo, sepa que una mascota le cambia la vida. Y le puede salvar la vida.
Si usted tiene una mascota, dele un abracito extra hoy. Ellos sienten por uno también.
Y a Mi Nacho... Nos volveremos a ver. Mi amigo fiel. Sabes que te llevo en mi piel, en mi corazón y en mi historia. 

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