lunes, 24 de julio de 2017

El dolor y el sufrimiento.

Estos días he estado leyendo "El libro de la alegría", que es básicamente una recopilación de las conversaciones del Dalai Lama, con Desmond Tutu y Douglas Abraham acerca de muchas cosas. Asumo, por lo que he leído hasta ahora, que se llegará a la raíz que la alegría, pero en el punto en que voy se habla del sufrimiento.
Y es interesante, ver que personas con contextos distintos, religiones diversas, historias particulares pero que comparten este título intangible de ser de las personas más sabias del momento, tienen muchos puntos en común. Uno de estos, que justo estaba ojeando hace unos días es acerca de la inevitabilidad del dolor, de las cosas que hacen que el alma se parta en pedacitos. Pero justo ahí, en lo inevitable, parece estar la clave del asunto. Porque a pesar de esto, todos huímos de lo que nos duele, lo evitamos, nos escondemos. Cambiamos de país, de número de celular, de grupo social, tomamos pastillas, buscamos incesantemente curas y remedios, o al menos paliativos, para que nada duela. Y cuando inevitablemente, porque es así, llega algo que nos duele, que cala en el alma, nos sentimos absolutamente miserables y solos en un mundo, en el cual según nuestra percepción de ese momento, nadie experimenta el mismo dolor que uno. Nada ni nadie es o sería capaz de entender el grado de nuestro sufrimiento, de nuestra tragedia, de nuestra decepción.
Y hasta cierto punto, no hay palabras o equiparamientos de otros que valgan, no hay canciones ni películas que nos ayuden a sanar, o que al menos expliciten nuestro desazón. Digo hasta cierto punto, porque no todos los seres sentimos igual, no todas las relaciones son iguales, no todas las pérdidas tienen el mismo peso, en resumidísimas cuentas: Nadie vive la misma vida que los demás. Digo hasta cierto punto, porque todos los seres estamos "condenados" a eventos no placenteros, a pérdidas de seres queridos, a quiebras económicas, a despidos laborales, a decepciones amorosas, a enfermedades físicas o mentales, entre muchas otras cosas que pueden ser dolorosas. Finalmente, pongo "condenados" entre comillas porque no es una condena, sino la mera consecuencia de estar vivo y en interacción con cantidades de personas absolutamente distintas o sospechosamente similares, en una vida en la cual no se controla nada, ni lo más seguro que tenemos que es el nacimiento y la muerte (Es lo único fijo, pero no sabemos cómo, cuándo, por qué, dónde).


Y nos pasa que cuando compartimos con otro el sufrimiento, muchas veces pasamos al punto de la comparación, y entendemos todo mal. De eso no se trata. Tal vez, hablar con el otro nos ayuda a sanar y nos hace ver que no estamos solos en ésto. Pero ¿Comparar las reacciones?¿Equiparar lo que hemos sentido?¿Igualar lo que debemos hacer?
En la vida, cosa bonita, existen todo tipo de personas. Personas que sentimos de manera INTENSA, y cuando lo pongo con mayúsculas es que me refiero a que sentimos todo mucho. Con mucha pasión. Con mucho dolor. Con mucho de todo. Vamos de extremos a extremos y realmente es una cuestión de meterle todo el corazón, de expresarlo con todo, de hablarlo, de procesarlo extensamente. Hay personas, que cuando algo nos duele, carajo sí qué nos duele. Cuando alguien se mete en nuestro ser, sí qué se mete. Cuando amamos, Dios sabe cuánto amamos. Cosa buena, cosa jodida: Como alguien decía alguna vez "Sentir todo tan intensamente es una bendición y una maldición a la vez". Yo soy de esas. Si algo me importa, le meto todo. Si quiero a alguien, es hasta la muerte. Pero a la vez, si la decepción es grande, es gigante. Es cortante. Es blanco o negro, sin grises. Los míos, sentimos el sufrimiento con cada fibra de nuestro ser. Sentimos vacíos inexplicables en el alma. Lloramos hasta creer que no tenemos más lágrimas, y aún ahí, aparecen más. Pero no todo es malo... Cuándo amamos, juemadre, sí que amamos. Apasionadamente. Con todo. Apostándole todo lo que tenemos. A viva voz. Y cuándo estamos alegres, cuando la vida se vuelve un poco más tranquila (Por la intensidad en la que sentimos) pues es un paso enorme, gigantesco, significativo, que alardeamos por lo alto.
Hay otros para quienes es más fácil desprenderse de los temas, no involucrarse tanto, dejar ir fácilmente, no tomar todo a pecho. Asumo que para ellos también su forma de enfrentar las cosas tendrá sus beneficios y sus problemas, pero no soy así entonces no puedo decir mucho.
El punto, para mi, es que no hay una sola forma de hacer las cosas, no hay un modo correcto de enfrentar la vida. El punto es enfrentarla, aceptarla, vivirla. Sea para los que lloramos 10 días seguidos, o para los que lagrimean por 5 minutos, todos tendremos momentos difíciles. Y creo que lo único absolutamente generalizable es que, todos, debemos aceptar el dolor, el sufrimiento, la decepción. Tenemos que dejar de taparlo, de reemplazarlo, de permitirnos sentir única y exclusivamente cosas positivas y alegres. Porque lo malo del dolor, es que tiene que ser sentido y realmente vivido, para que se vaya.
Eso es estar vivo. Es permitirse sentir. Creo que todos, más que nada los que hemos sentido una emoción con particular duración o intensidad, le tememos a sentir y más aun a sentir aquello displacentero. Pero la vida es la mezcla de aquello agradable y aquello doloroso, conviviendo, prevaleciendo uno u otro, hasta fusionándose, intercalándose. Y así es la cosa y si hay algo que he aprendido como paciente, como psicóloga, como hija, como lectora, como voluntaria, como amiga, como nieta, como hermana, como escritora es que entre más evitemos eso que nos duele, más permanece y no sé como, pero más duele.
No les voy a decir que no sufran. Sufran y suframos todo lo que hay que sufrir, lloremos y gritemos y peleemos por todo aquello que duela, pero hagámoslo. Dejemos de reprimir lo que no es placentero, solo porque no es placentero. Con esto no pretendo que todos alcancemos el nivel de iluminación del Dalai Lama. Sé que al menos en mí, las cosas que duelen seguirán doliendo de manera punzante y profunda y le seguiré peleando a la vida con cada pérdida, con cada decepción, con cada diagnóstico, con cada despedida.
Pero tengo una cosa muy clara y es que, por más que algo me duela, o por más que me importe 5 (Hay cosas que me importan un carajo, lo prometo. Sólo que hay AUN más cosas que se me meten al corazón y me apasiono y bueh...), TODO PASA. Todo, absolutamente todo en esta vida, es pasajero. El dolor tan tremendo que inunda los corazones a veces y que hace que se sienta un filo frío en la espalda con cada bocanada de aire. Pasa. Las noches en vela pensando uno que pudo haber hecho distinto con una persona que ya no está en nuestras vidas y la devorada de uñas liderada por la culpa. Pasa. La desgarradora sensación de tener que enterrar a alguien con quien hemos vivido toda nuestra existencia. Pasa. La decepción infinita y el sentirse morir en vida al saber la traición del amor de la vida. Pasa. La apretada de cabeza en desesperación con fuerza infinita deseando devolver el tiempo a antes del intento de suicidio o la autolesión. Pasa. El sonido, literalmente, a que algo se rasgó dentro de uno cuando se traiciona la confianza del ser querido. Pasa. El ver la vida ante los ojos de uno, desmoronándose, ante un diagnóstico crónico. Pasa.
Todo pasa. Y a pesar de que esos 5 minutos o 3 semanas o 5 meses de dolor intenso, sean absolutamente miserables y cada una de las fibras esté en real sufrimiento, llegará el minuto 6, la 4 semana y los 6 meses. Si ha sido algo que nos ha cambiado, caminaremos por el mundo con una cicatriz visible o invisible, con una ausencia que nadie llenará, con el corazón vuelto a pegar con hilo y aguja. Pero pasará. Con cada día, pasará. Con cada soplo de viento, pasará. Con cada cosa afortunada (Porque la vida también está llena de esas), pasará. Y cuando pase no importará si se sintió intensamente o no, si se lloraron 30000 lágrimas contadas o unas 6, si sentimos morirnos y revivir. No importará como nos permitimos sentir, sino que nos permitimos sentir.


Hay que sentirlo, para dejarlo pasar.

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