miércoles, 19 de julio de 2017

Mi razón para vivir tiene 6 letras.

Por distintas cosas, además de mi condición física y mental de salud, me encuentro en un momento complicado de mi vida. Mucho dolor, muchas cosas desconocidas, mucho de lo que no tengo control absoluto. Básicamente, estas últimas semanas de mi vida y las venideras, es sentarme a esperar con qué carta juega Dios cada día, y ahí si reaccionar. Porque estoy haciendo todo lo que está en mis manos, pero hay una inmensa mayoría de cosas que no puedo controlar. Y lo odio. Y me estresa.
En uno de estos episodios en que todo se junta (Porque así es la vida, no pasa 1 cosa y luego otra y así, sino que todo se junta) me vi absolutamente absorta en el dolor. No solamente por el hecho de sentirlo, no solamente por lo absolutamente incómodo que es tener dolor de algún tipo y más emocional, sino porque no sabía que hacer con él.
Es como tener una picadura en el alma que no sabes donde rascar, o más bien, como aliviarla. E incomoda, y se agranda, y se siente aquí y allá y en todas las benditas partes de tu ser corporal y no corporal. Lo juro, que hasta te invade hasta tu espacio personal. Y uno dice ¿Qué carajos hago con este dolor? Lo pinto, lo escribo, lo hablo, lo lloro y no pasa. Busco canciones que intenten reflejar lo que siento a ver si así lo libero, y nada. Miro películas y series, donde reflejan situaciones similares, pero nada.
Y tienen que entender, queridos lectores, que cuando uno ha luchado tantísimo por un mínimo de estabilidad mental y emocional, por poder funcionar apropiadamente así sea por unas horas en la cantidad mayoritaria de la semana, cualquier cosa que pueda afectar eso es un enemigo magnificado. Da susto, pánico a decir verdad, encontrarse en un ambiente donde ya no es todo cuidado para la salud de uno, sino son incendios simultáneos para apagar tanto afuera como adentro de uno, y que son absolutamente incontrolables. Entonces es un dolor agregado, todo es como una bola de dolor en el pecho que se alimenta y se agranda y te ahoga, eventualmente te ahoga.
Ese momento llegó para mí. Me ahogué y dije "No más". Y pensaba, mientras sudaba pero estaba increíblemente estática, sentada al borde de mi cama con la mirada perdida, cómo carajos se para ese dolor.
La mente, que está siempre buscando el lugar y el momento indicado para hacer su jugada maestra, me susurró de nuevo ideas de muerte. No es como si éstas se fueran, siempre están ahí como un lunar en la cara de una persona, que luego de cierto tiempo de verse al espejo todos los días, con el mismo lugar, se vuelve invisible o irrelevante. Algo así, como dicen en algún sitio de datos curiosos que leí en algún momento de mi vida, como el cerebro que bloquea la visión de la nariz propia, a pesar de que siempre esté ahí literalmente en nuestra visión. Se aprende a vivir, o a sobrevivir, a los pensamientos, las ideas, las tentaciones, y diría yo que hasta por placenteros momentos, se aprende a ignorarlo como cuando uno oye una canción por décima vez.
Pero esta vez era distinto. Porque era una respuesta (ilógica y desproporcionada) a una pregunta que me estaba haciendo. Los muertos no sienten dolor. A los muertos no les importa lo caótico de la vida, pues ya no están en ella.
Y ahí se unen, como en la premisa más básica A+B=C, tengo un dolor irremediable que no me puedo quitar del pecho y necesito arrancármelo para hacer la vida amable+ los muertos no sienten dolor ni preocupaciones= (No tengo que decirlo, confío en sus capacidades racionales).
Mientras pensaba ahí, en la misma posición, los beneficios y los contra de mi nueva idea que mi cabeza amablemente engrandecía con cada argumento, me sonó el celular. Nunca lo tengo con volumen, pero momentos antes de la rabia lo apreté y se activaron todas las funciones de sonido. Era la mamá de mi ahijado, que no tenía sentido que me llamara porque estaba fuera del país. Aún así, contesté.

Sorpresa mía cuando mi "¿Aló?" fue respondida por la maravillosa voz de mi ahijado de casi tres años. Hablamos no más de dos minutos, entre preguntas mías y sus respuestas absolutamente complejas y elaboradas que yo me esforzaba por entender. Le pregunté por si iba a montar en avión, a lo que me respondió con un "¡Si!" absolutamente emocionado, y me lo imaginé con un saltico que suele hacer cuando algo le da mucha felicidad, mientras sonríe y se le iluminan esos ojos gigantes que tiene de color indescifrable. Se despidió, y la mamá, mi madrina, me dijo "Me dijo que quería hablar contigo". Colgamos y arranqué a llorar. Creo en Dios, pero digan destino o casualidad o lo que sea, y eso me puso en el camino a mi mayor y mejor razón para estar viva. Mi ahijado.
En ese momento me levanté y cualquier idea de muerte, aunque tentadora, parecía absolutamente ridícula porque yo tengo que estar viva por él. Por mi muñeco. Por ver como aprende nuevas palabras. Por oírle sus respuestas y sus inventos. Por ver cómo se emociona ante las cosas más básicas. Por nuestras pijamadas. Por verlo jugar con mis perros. Por el simple argumento de que yo ya soy alguien que reconoce y recuerda en su vida, alguien importante en su historia, y no me puedo ir... No podría irme sabiendo que alguien tendría que explicarle que yo, por voluntad propia, no estoy para verlo crecer.



Mi ahijado ha sido la sorpresa más maravillosa de la vida. No me lo esperaba, cuando mi madrina quedó embarazada, que alguien viera en mí el potencial de nombrarme como madrina de su hija. Tenía tantas cosas, las mismas de hoy en día, que hacían que yo dijera "Yo no soy un ejemplo para nadie". Y llegó él. Hace 3 años, en una conversación casual en el carro, su mamá con unos buenos meses de embarazo me dijo que yo sería la madrina. Y me cambió la vida, porque me dio un sentido, me dio un propósito.
Desde que ese niño nació, he hecho mi mejor esfuerzo para ser su mejor ejemplo. Desafortunadamente estoy muy lejos de ser la madrina siempre alegre, pero aún en mis momentos más bajos, él venía a visitarme. Y yo no tenía que decir una palabra, para que él entendiera que algo me pasaba y se viniera a sentar o a acostar a mi lado y a pedirme que lo consintiera. Al momento que yo estaba bien anímicamente, ya volvía a ser el mismo chiquitín inquieto, que ama los carros y los superhéroes.
Ya hoy en día entiende que cuando viene, yo debo descansar un ratito. Y me deja dormir, el problema es que yo me doy cuenta cuando susurra "¡Está dormida! Shhh". Entiende que tengo muchos "Ayayays" y tengo que usar bastón, entonces me ayuda a llevarlo cuando me ve cargándolo porque dice que es muy "pesado". Si me da una crisis, inmediatamente me dice que me quiere, me abraza, se queda a mi lado y me manda besos, y empieza a hacerme caras y a sacarme la lengua hasta que me río.
Así que si, el camino es difícil, y pinta para peor. Pero creo que todos podemos encontrar una razón para estar acá, para ser mejores, para respirar cada día así el dolor intente ahogarnos. Eso hace el viaje mucho más fácil, y hace que cada esfuerzo lo valga.

En mi caso, esa razón se llama Martín.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El 2020: Caos, incertidumbre y cosas que no hemos perdido.

 En estos tiempos de incertidumbre, hemos podido ver que nuestra salud mental y física han sufrido bastante por distintos motivos. Esta sema...