jueves, 5 de octubre de 2017

Sin palabras.

Hace un año, precisamente hoy, me quedé sin palabras.
Hace un año, precisamente hoy, se me olvidó hablar.
Hace un año, precisamente hoy, me quedé muda.

Y tengo que escribir sobre eso, porque los aniversarios son importantes, porque todo fue tan denso que merece un reconocimiento, porque los buenos se merecen el agradecimiento y los no tan buenos, la reflexión.
Hace un año tuve un ataque de pánico distinto a los demás. Fue paralizante, fue terrorífico. Caminé hasta el carro, donde mi mamá me esperaba y cuando fui a abrir la boca fue simple: No me salían las palabras. Era como un bebé, que se le abren los ojos y la boca como si tuviera el mundo entero por recitar pero solo le sale una sílaba.
Abría la boca y sólo salía un sonido mínimo. Y no era que no se me ocurriera que decir: En mi cabeza tenía el discurso perfecto de lo que iba a decir, cómo este ataque de pánico había sido distinto a todos los demás, cómo sentía que el cable que lleva las palabras de mi cerebro a mi boca se había desconectado y aunque tenía todo clarito, aunque oía a mi voz en mi cabeza diciendo lo que tenía que hablar, no salía.
Mi mamá me preguntaba si no podía hablar, y yo entre lágrimas, sudor e hiperventilación, le decía que si con la cabeza. Me preguntaba si la entendía, si estaba pensando bien, a lo que yo respondía moviendo la cabeza de arriba a abajo. Le señabala mi cabeza y le decía con el pulgar arriba que bien. Le señalaba la boca, y con un dedo decía que no. Fuimos a almorzar y entre más trataba de hablar, menos podía. Salían unos sonidos guturales, unos quejidos, y era absolutamente frustrante. Lloraba mucho, y sólo pensaba en cuánto hablo yo normalmente, y la falta que me hacía. Recordé que cuando era chiquita, hablaba tanto que mi hermano que tenía un par de años más que yo le preguntaba a mi mamá "¿dónde se apaga Mariana?". Me había apagado, pero era absolutamente consciente de mi incapacidad para hablar. Tenía tantísimas ideas en la cabeza, que solo hacía que fuera más frustrante no poder hablar.
Buscando escribirle a mi mamá lo que pasaba, decidí entrar en Google Traductor, y vi que si uno escribe la frase o palabra y pone una función, el sistema lee la frase. Entonces empecé a escribir, y luego el sistema lo leía. Recuerdo poner "Jajaja" al final, y oír la voz robótica no reírse sino leerlo literalmente.
Poco después estaba en valoración por psiquiatría, remisión a la clínica y todo tipo de exámenes neurológicos a ver si algo salía, que no hubiera salido en las pruebas de caminar, coordinación mano ojo, etc. Nada. Se llegó, desde la mirada psicodinámica a la conclusión de que era un tema somático, que mi cuerpo al callarse tanto dolor se había vuelto mudo y que debía expresarme más. Ahí empecé a escribir, sin publicar, y a intentar decirle a la gente lo que sentía.
Fue el progreso más lento de mi vida. O al menos así lo percibía. Poco a poco iba diciendo palabras, luego conjugando dos palabras, luego metiéndole verbos a la cosa. Tartamudeaba, me confundía entre los tiempos verbales, y de alguna forma lo que pensaba, no era lo que terminaba saliendo al abrir la boca. Se me olvidaban las palabras y me costaba mucho expresarme, y el tono de mi voz no volvió a ser el mismo. Neurólogos muy amables me vieron, diciendo que era un tema somático, y me daban ejercicios que hacía con juicio: Tararear canciones, leer cartillas de niños, repetir palabras una y otra vez. No afanarme, porque cuando lo hacía, inmediatamente se me dificultaba más y más hablar lo poco que podía.
Un médico, no neurólogo, me dijo que debía "Dejar la pendejada y superar la separación de mis papás", que nunca me iba a mejorar y que estaba retrocediendo. Que no iba a volver a la universidad y no me podría graduar así, que la decisión de hablar era solo mía. Después de llorar, al frente de él, y aun más al llegar a mi casa, decidí que muda o no, con acento distinto o no, lo iba a lograr.
Cuando preguntaba por el diagnóstico, me decían que podía pasar en una semana o quedarse conmigo para siempre. En un comienzo, contaba los días, y cada despertar iba acompañado por el intento de hacer una oración, y al no poder hacerlo, lloraba. Me pregunté cómo carajos iba a ser psicóloga, mamá, novia, amiga, hija y hermana, si nadie me entendía. Y concluí que lo iba a dejar ser, después de luchar mucho, decidí que iba a pasar lo que debía pasar.
Fui al mar, por recomendación de mi psicóloga y psiquiatra, quienes creen en que éste todo lo cura. Me contaron la historia de Demóstenes, quien a pesar de su tartamudez fue uno de los mejores oradores de Grecia, y cuyo ejercicio era meterse piedras en la boca y gritarle al océano, en su soledad, para mejorar. Fui a San Andrés, donde el mar es tan hermoso que te sana solo de verlo. Me metí hasta que ya el agua me llegaba al cuello y con cada ola que venía decía una palabra nueva, y la repetía y la repetía, hasta que le lograba pronunciar fluídamente. En un atardecer frente a la playa, dije arroba, con las dos rr y su sonido. Lloré al oírme y cuando lo volví a intentar no lo volví a lograr. Hasta el día de hoy, no lo he logrado, pero fue un momento sublime.
Semanas después, mejoraba y empeoraba. Cuando me venían ataques de pánico o de ansiedad muy fuertes, volvía al comienzo. Pero cada vez me recuperaba más rápido, cada vez la voz recordaba más fácilmente su camino a casa. 
En algún momento pasados los 6 meses, recuperé algo de lo que antes era mi acento. No soy la de antes, y la voz es sólo una muestra de eso. La pronunciación de la R y la RR se perdió en el camino, pero ya al menos la gente me entiende, puedo hablar en público sin temor a que se burlen de mí o me pregunten de dónde soy.
Un año ha pasado y tiene dos visiones: Una, que ni en 365 días se logra recuperar la r. O dos: Que en 365 recuperé mi voz, no sólo hablando sino que gané una voz escrita, la posibilidad de ser honesta y expresarle a los demás mis vivencias sin susto. Y sí, uno se queda mudo del pánico. Hay gente que se le paralizan las extremidades, se quedan ciegos o sordos. Y sí, pasa. No se necesita un examen neurológico, un tumor o un derrame, para que sea verdad y para que, sobre todo, uno lo sienta como real.
No me quejo de dónde estoy. Estoy agradecida, a decir verdad, por la evolución, por mi equipo, por la comprensión de los que me quieren y me acompañan, y que hasta ignoran por costumbre los días en los que amanezco más o menos fluida. Han aprendido que pasa, y que así como se ha ido, regresa mi voz, y pasa por todas las etapas que ya conocemos. Mi hermoso ahijado me entiende aun cuando nadie lo hace, y desde el comienzo, no ha necesitado que pronuncie las palabras perfectamente para saber a que me refiero. Susana, mi ahijada adoptiva, regañaba a la gente cuando decía que mi forma de hablar había cambiado, decía que no me molestaran y cuando yo me iba, ahí sí aceptaba que algo había cambiado en mi forma de hablar.
La gente me ha demostrado en este año que pueden ser mejores de lo que imaginé, o mas crueles de lo que esperaba. Pero sobretodo, he visto como el cuerpo se sobrepone, como aprende, como se adapta. Y estoy orgullosa, porque aprender a hablar a los 22 años, sí que no es fácil... Admiración total a los niños en ese proceso. Pero se logra

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