domingo, 5 de noviembre de 2017

Respirando por la herida.

El otro día, alguien por concluir una conversación me dijo "debes cerrar la herida", hablando de una situación que para mí es dolorosa.
Y me resonó, no por esa herida en particular. Sino porque siempre me ha resultado curioso el uso de la expresión herida, cuando uno se refiere a algo psicológico o emocional, como cuando uno tiene una herida física. Al equipararse claramente hay esta idea de que el funcionamiento es similar entonces, que algo te corta, que hay que respetar el proceso de cicatrización y que eventualmente, la piel se regenerará.

Entiendo perfectamente porqué se usa la comparación y le veo sentido, pero hay algunas heridas que se salen de este funcionamiento, que son para mí las emocionales o psicológicas. Seguiré con la metáfora de la herida, pues es el lenguaje más común. Hay algunas que no cierran, hay algunas que pueden estar quietas y en un evento o momento particular desangrarse a uno al punto de sentir que se muere. Hay heridas que cierran y vuelven a abrirse y cierran y vuelven y cierran y vuelven y así. Hay algunas que quedó un pedacito sin curar, por donde cala el dolor y respira el sufrimiento.

Cuando hay un dolor emocional tan tremendamente fuerte, tan destructivo, tan absolutamente devastador, uno siente como la piel se le rompe. Siente cómo se le quiebra el corazón. Siente cómo lo corporal cambia si o si por el dolor. Pero esas heridas no son visibles, sería tremendamente interesante si lo fueran.

Creo que todos estaríamos más remendados y pedaceados de lo que queremos admitir. Pero al no serlo, no sabemos la magnitud que tiene, no tenemos una forma de medirla, de saber su profundidad, su longitud, que tan letal es o no.
Esto se termina sabiendo a lo largo del tiempo. Hay algunas cosas que con una bandita sanan. Hay otras que uno piensa se cierran, pero las ve palpitar cada tanto, calentarse, hacerse visible, y uno ve que ese proceso todavía no está culminado. Hay otras, que uno sabe que están abiertas, que viven abiertas, y que cada tanto uno chorrean. Hay otras, creo que solo aquellas personas con dermatilomanía como yo o los médicos, podrán entender. Y son esas heridas físicas que salen, y uno la molesta. Cada vez que está a punto de cicatrizar, uno se rasca, se pellizca, se molesta, y volvemos a empezar de cero. Volvemos al punto donde la herida está recién hecha. Y llega un momento, cuando uno ha interrumpido tanto y tanto y tanto la cicatrización que la piel cambia. Se vuelve un hueco, de textura distinta y color como café o morado. Y ya no es ni una herida abierta, pero tampoco una sanada. Es la señal de que no se logró cicatrizar, pero que el cuerpo tuvo que cerrarla. Estas, por su naturaleza, si me parecen muy similares a las emocionales. Creo que hay infinitas que son así, y que si pudiéramos vernos veríamos un montón de estas manchas irregulares de color distinto que simbolizan heridas que siguen abiertas sin estarlas. Porque uno no dejó que cerraran, o porque la vida no dejó. Porque cada noche, cada pensamiento que llegaba recordaba lo que carecíamos. Porque cada domingo en la tarde extrañábamos a esa persona. Porque cada mañana al tomar los medicamentos psiquiátricos recordábamos nuestras luchas. Porque nuestras heridas físicas nos muestran cuando nos odiamos tanto que decidimos escapar de la vida hiriéndonos en la piel, para plasmar el dolor adentro nuestro.

Y pienso que realmente las heridas psicológicas no son absolutamente equiparables a las físicas y a su funcionamiento porque no pasaran nunca desapercibidas. A mí me sacaron el apéndice hace diez años, y cicatricé muy bien, al punto que la herida no tiene relieve, se ve solo si se mira muy muy de cerca, y se nota si me bronceo porque es más blanca ahí que el resto del abdomen. Ya está. No me molesta al vestirme,  no pienso en ella, me baño y ni la noto.

Mientras tanto, creo que las heridas psicológicas nunca se van del todo. Siempre habrá una palabra, una persona, un nombre o un sonido que haga que se abra de nuevo, o que seamos conscientes de que nunca cerró del todo. Y no está mal. Creo que es valeroso, admirable y poderoso saber que vivimos con tantas heridas latentes y que a veces se ahondan más o se hacen más notorias, pero aun así manejamos para vivir cada día. Para creer. Para funcionar. Para estar acá y ahora en todo momento. Aunque sepamos que la vida misma, vivir la vida misma, implique percibir esas heridas y la forma en que nos marcaron. Eso, para mí, es valor. Saber que no tiene que cerrar, que tal vez siempre estará abierta y sangrando, que dolerá y que la recordaremos siempre. Y aceptarlo, porque estar rotos significa que hemos vivido, que nos hemos atrevido, que hemos sentido. El punto no es remendar todo para que vuelva a ser como antes porque no lo será jamás. El punto está en agradecer de vivir aunque se tenga tantas heridas abiertas y latentes, y aceptar que están heridas y latentes. Porque nos permite ver distinto, sentir distinto, vivir distinto, aprendiendo del dolor y resignificándolo.


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